martes, agosto 26, 2003

Valentín, el de las Tres Pascualas

Recuerdo de repente el dí­a que llegué al Valentí­n, allá por 1995, nuevo como un cuaderno con hojas en blanco. Bueno, con algunas páginas escritas. O garrapateadas un poco, más bien. ¿Cómo fue que supe del Valentí­n? Complicada historia. Vení­a llegando de haber estado en una pensión horrible, de esas en donde se es único pensionista.

Recuerdo la visita a Concepción, con los viejos, a buscar pensión, por ahí­ por febrero; despues de un dí­a completo de darse vuelta por la ciudad, desconocida para mí­, en donde las pensiones que vimos no tení­an nada de brillante, ni parecí­an suficientemente buenas; después de haber perdido las esperanzas de encontrar algo, dimos con la pensión de los Peigna-Augsburger.

Esta familia tení­a un departamentito en Remodelación Paicaví­, un conjunto habitacional de Concepción. Y también tení­an a Julio, hijo menor, un mocetón un poco mayor que yo, que iba a primer año de ingenierí­a, como yo. Serí­amos compañeros, de carrera y de pieza. Al poco andar, resultó que no era lo mejor que hemos podido encontrar, en las palabras de mi padre. Una de las frases más recurrentes de la dueña de la pensión tení­a relación con que el anterior pensionista habí­a quedado encantadí­simo con ellos, y que querí­a volver, pero que le habí­a ganado yo por puesta de mano. Si quedó tan encantado, ¿por qué no reservó con anticipación?

Era horrible ser el único habitante de ese departamento que se bañaba con el calefont a un tercio del máximo, cuando todo el resto lo poní­a al máximo; era horrible al desayuno ver a la sra. Peigna levantándose con cara de culo, despeinada como si hubiera estado en medio de la tormenta, a poner el desayuno a la mesa. ¡Pero que desayuno! Leche o té, pan cortado en mitades, jamón de tercera cortado en cuartos, algunas veces mermelada.

Eso cuando se levantaba, porque hubo días en que me serví­a yo solito, porque la señora de la pensión no era capaz de levantarse a las 7, hora en que debía estar tomando desayuno, para salir a las siete y media para entrar a las ocho a clases. Tenía que caminar harto para llegar a la sala de clases. No pocas veces llegué atrasado.

Cuento corto, jamás pude simpatizar o lograr que me cayeran en gracia estos personajes. Racistas, clasistas, horriblemente miopes (Chile es el mejor paí­s del mundo solía oí­rselo decir, sin haber salido de Chile nunca; Julito, en el certamen pon tus dos apellidos, que los profesores sienten preferencia por los de apellidos extranjeros aconsejaba la hermana al hermanito). Además de pasarla mal por estar lejos de casa y en una ciudad y paí­s nuevos, me tení­a que enfrentar a todo un nuevo sistema social, y luchar contra el sentimiento de desazón por mis constantes y continuados fracasos académicos: me iba a pique como una piedra.

Un vecino, amigo de años de mi viejo nos habló de una corporación de una Logia, la Paz y Concordia n° 13, que mantení­a un hogar en Concepción. Así­, al año siguiente de despedirme de los Peigna Augsburger, fuimos a visitar el hogar. No recuerdo como fue que llegamos, lo veo borroso aunque me esfuerce.

Debo ser honesto, los edificios eran más bien viejos, el color era feo (nada más feo que unos edificios viejos de color rosado deslavado por estar años de años expuesto a la intemperie); las habitaciones eran compartidas por no menos de tres personas, las camas eran un poco rústicas. Los cuatro pabellones tení­an paredes de madera; algunas habitaciones compartí­an ventana, con lo que se colaba el ruido, el humo de cigarro (o similares); más de alguna vez pude conversar con mi vecino, sin moverme de mi mesa y sin verle la cara. La forma de las habitaciones no era perfectamente rectangular: en algunas, la cabecera de las literas quedaba tras un angostí­simo recodo. Como bonus, en dos de los cuatro pabellones las habitaciones tenían un lavamanos incorporado. Para calentarse, salamandras.

Estas son unas estufas a base de combustión de aserrí­n, que constan de dos tarros: el exterior, la carcasa, por así­ decirlo, y el interior, el contenedor del aserrí­n, la estufa propiamente tal. Este lleva el fondo perforado, bajo el cual se desliza una llama, la que generalmente es a base de kerosén; nosotros usábamos diarios viejos. No habí­a para kerosén, o quedaba lejos para ir a comprar, sobre todo cuando lloví­a. Una vez recuerdo que teníamos aserrín mojado, y le echamos todo un Mercurio del domingo por debajo y no pudimos prender la estufa.

Estas estufas eran multiuso: servían para secar ropa, para mantener el mate caliente, para hervir agua, o, cuando se ponían al rojo vivo, freir huevos, tostar pan o hacer sandwiches de pan y queso derretido. Recuerdo una de las primeras anécdotas relacionadas con las salamandras: tenía frí­o, asi que, aprovechando que la estufa estaba cargada, la prendí. Habí­a ropa puesta a secar, colgada de unos alambres; entre ellas, un chaleco del Milico, color burdeos. Me imagino que la estufa se puso al rojo vivo, y el chaleco se cocinó: quedó como el bigote de Charly Garcí­a pero en versión tejido. Ahora el Milico tení­a un chaleco bicolor. Cuando lo vió, de tan enojado que estaba, temí­ por mi integridad fí­sica.

Mi pabellón, el pabellón del lado del colegio, o más formalmente conocido como el pabellón B, tení­a seis habitaciones, tres a cada lado, y los baños al medio. Los baños se separaban del resto del edificio por cortinas. La primera habitación a la que entré estaba ocupada por el Gato, y con el conversé, me informé, me datée. Cuántos más viví­an, cómo era la comida, cómo era el ambiente. Ya satisfecha mi curiosidad, empecé a recorrer. (Después compartiría pieza con el Gato y con el Luchito Pérez.)

No era un lugar bonito, pero estaba en la cima del cerro La Pólvora, lejos de las calles y su molesto tráfico, con un bello parquecito, con una cancha de básquet detrás... no era bonito, pero lo sentí­ diferente. Me gustó de entrada. Por supuesto que regresar a una pensión no era una idea que me gustase mucho, dado el año pasado en la deleznable compañí­a de los Peigna Augsburger. No sé si lo mí­o con el hogar fue a primera vista, pero me quedé.

Con el tiempo pude conocer la constelación de apodos que existí­an allá­: Carlos el Milico, el Gato Manuel, el Luchito Pérez (que se llamaba Antonio Águila Cárdenas), el Superman Álvaro, el Fifi Figueroa, Ricardo el Fish, Alejandro Méndez el Flaco, el Potito Dí­az, Braulio el Tata, Hernán el Arbolito Erices, el Pato Feo, el Chino Rí­os Aldo Carimán, Lisandro el Pisandro, el Medicucho, el Kiwi, el Jackie Chan, el Pony Ruiz, el Teno, el Fosforito, el Pintor, el Goyito, el Kuki (diminutivo de cucaracha), el Jackson Five, el Calamaro, el Chancho en Piedra, el Gassú, el Ché Querido, el Seguridad, el Van Damme, los Sea-sea, el Gretel, el Diablo Ibacache, el Álamo Guacho, Carreño el Rey Midas de la Caca, los Tulines Tuling y Tulex, el Malo, el Yanpol, el M&M, el Ché Massú, el Pitito (rey de los priapos), el Comadreja, el Hueso, el Huaso, el Franchescoli, el Mato, el Salitas, el Prince, el Músico, el Negro Jara, el Pa-pavez, el Humanoide, el Mandy (de Mandinga), el Blady, el Canario, el Cafú, el Fletipe, el Albarza (de nombre Almarza, pero rebautizado así por lo confianzudo), el Niblinto, el Suavecito, el Pocahontas, el Eliecerol, el Flaco Quiroz, el Calama, el Sofi, el Azul, el Cha Logo, el Guayo...

Hubo otros para los que valía el apellido por apodo: Meriño, Burón, Provoste, Millalonco, Rubilar, etc; otros, el nombre: el René (Castro), el René (Valle), el Félix (Torres; aunque a veces se lo llamara Miguel Bosé, por el parecido de la pelada), el Pancho (Mardones), el Haroldo (Mella), el Juanito (Vallejos), el Juan Carlitos (Ñancufil), Pepe & Vito (Ortiz), el Hugo (Pérez), el Lalo (Rodrí­guez, parece que era); otra forma de denominar personajes era asociándolos al grupo al que se supone pertenecí­an: el Lado Oscuro (el Pitito, el Carreño, el Álamo y un compadre que estudia/estudiaba sociologí­a o ciencias polí­ticas), los Coelemu o Autistas (el Boris, el Igor y el Goyocucho), los Caballeros del Zodiaco (el Malo, el Ñancufil, el Provoste y el Pony)... estos eran los grupos que existían al terminar el año '98, año en que se terminarí­a la etapa del Valentí­n del cerro.

Podrí­a seguir por varios párrafos más. Pero ya no me acuerdo de algunos; confieso que he tenido que echar mano de las fotos que tengo de ese periodo para recordar alguno que otro que se me escapaba. Claro que ni siquiera se escapaba el personal a esta costumbre maníaca de poner apodos: el cocinero era el Cocineitor, llamado así­ por su porte altivo de guardia de honor; su auydante, el Filipino, por su color de tez y los ojos algo rasgados; don Hugo, conserje, era el Tatugo, debido a que el hijo de una de las señoras de la cocina lo llamaba tata, y el no soportaba ser llamado así­; una de las señoras del aseo, la Pocahontas, por el largo cabello que ésta lucí­a; uno de los administradores, don Omar, el Foca, don Luis, el hasta hoy administrador del hogar, Cantinflas; don Dagoberto, uno de los presidentes del directorio de la Corporación que se caracterizó por sus promesas incumplidas, don Mulaberto.

Ciertos personajes del vecindario también enriquecieron nuestro bestiario: el dueño de una de las tienditas del vecindario, Gorosito, debido a su gran admiración por este futbolista, que lo llevaba a comentar con el cliente los más recientes logros del delantero argentino; la dueña de otra de las tienditas, la Vieja Car'e Foto, por estar siempre ultramaquillada para atender detrás del mesón; otro de los comerciantes, el Viejo Cochino, por tener cajas apiladas, con una capa inmensa de polvo encima... cajas que no se habían movido por eones de su lugar.

No se escapaba tampoco de esta costumbre el deporte de fin de semana: mover la de cuero o darle al jogo bonito significaba jugar a la pelota. Tampoco estaba a salvo la costumbre que tení­amos algunos, de pegarse una tremenda caminata hasta un servicentro a comer papeloneros: completos tan cargados de salsa y mostaza y palta y ketchup y mayonesa que era un verdadera proeza comer sin derramar, sin hacer un papelón. Las fiestas en las que inevitablemente llegaban o eran invitadas mujeres, eran los golfestival (de golfa y festival); hubo un grupo de chicas que eran número fijo en cada fiesta, las llamadas Spice Girls: la chica Sole, la Atolón, las Estufa grande y chica y la muy famosa Raja Diablo; famosa porque se dice que donde ponía el ojo, sin falta también ponía la bala.

En cuanto a número de personas, alguna vez llegamos a ser casi 80, para estabilizarnos en alrededor de 60 los últimos dos años. Para ser tantos, el grupo de residentes era muy cohesionado, participativo y entusiasta. Nunca faltó gente para subir las luces para la fiesta, quien pasara un alargador, quien pasara el computador para poner música. Raras veces faltó gente para jugar a la pelota, lloviera o no. La televisión solía ser el centro de reunión de todos nosotros: la sala se hacía chica para tantos telespectadores. Las reuniones de directiva eran masivas; las fiestas, también. Era usual armar grupos de varias personas los fines de semana para cocinar; era usual que una sola mesa a la hora de la cena se hiciera chica, y de ahí que se juntaran las mesas.

Éramos una famlia grande. Cariño más, cariño menos, éramos todos amigos. Creo que todos los que pasamos por el Valentín quedamos marcados de alguna forma; no creo que nuestro paso por sus pabellones no nos dejara nada a cambio. Digo esto, porque siempre nos acordamos con cariño del Valentín con los amigos; todos echamos de menos esos edificios rosados, esas salamandras feas, el barrio insalubre que nos rodeaba.

Hoy el Valentín se mudó del cerro, a una esquina. En el cerro crecen los edificios espejados de la Universidad San Sebastián, y sobre la laguna creció un puente. No he ido a visitar, pero alguna vez vi un afiche publicitario: donde antes hubo ripio, hoy hay jardines. Lo que se puede hacer cuando hay plata, ¿no? Varias veces he sentido nostalgia por volver a los viejos pagos del Valentín, por re-recorrer el cerro; no volverá a ser lo mismo.

En gran parte los edificios espejados ayudan a no echar de menos el hogar (el que era hogar, en todo sentido de la palabra; cuando nos encontrábamos con los compañeros en la universidad, siempre nos preguntábamos: ¿vai pa' la casa?), no echarlo de menos porque ya no está ahí, ya no son las casas rosadas las que miran por entre los árboles, ya no hay más pabellones ni más jogo, ni más colección de sobrenombres que podría competir en variedad con cualquier prisión del país.

El Valentín se mudó, y mutó. Pero guardo, atesoro con mucho cariño los años que pasé ahí. En alguna parte dentro de mi corazón tengo edificios color rosado calefaccionados con salamandras, árboles inmensos, un parquecito con vista a Paicaví, una subida interminable cuando uno estaba cansado o venía cargado con bultos después de un fin de semana largo. El Valentín se mudó, mutó, y hoy es sólo una foto aérea en una de las paredes de la recepción del Valentín de la esquina. Sólo una foto aérea queda, y quedamos quienes vivimos unos buenos años en las viejas casas rosadas.